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MARZO 2012

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BRIL 3

Monteagudo: el camino de los sueños

Cuando nos convocaron a ser parte del proyecto Monteagudo (la

construcción de viviendas para familias en emergencia habitacio-

nal en el marco de la Ley 341), no lo dudamos. Fue en los finales

de 2002 y todavía sentíamos muy fuerte los ecos de la debacle de

una Argentina que desnudaba sus miserias. De la ilusión mene-

mista de pertenecer al primer mundo pasábamos sin escalas a la

realidad de toda nuestra América Latina. No fuimos pocos los que,

perplejos, comenzábamos a ver lo que antes, mirando, no veía-

mos. Miles de compatriotas, extenuados por tanta marginación

y desprecio, se volcaron a las calles en una sucesión interminable

de justos reclamos para ser, simplemente, tenidos en cuenta. Les

faltaba de todo: trabajo, vivienda, salud, educación, transporte. Lo

de siempre. Lo que les falta a los que no tienen su lugar en una

sociedad que los excluye porque se piensa suficiente.

Miles de personas en todas las ciudades del país comenzaron a

mostrarse para ser vistos y escuchados. Ya no había tiempo para

esperar por las bondades de un sistema que prometía “derrames”

de bienestar que, algún día, los alcanzaría para incluirlos a la

vida digna que proclama la Declaración Universal de Derechos

Humanos de 1948.

Allí estaban los piqueteros del MTL, por aquel entonces un lúcido

movimiento de desocupados que necesitaban el cobijo de una

organización que los estimulara en sostener la esperanza de

conseguir un trabajo. Subyacía la idea de desarrollar proyectos

productivos autónomos, generadores de una economía colectiva

y solidaria que al mismo tiempo apuntara a fortalecer los vínculos

humanos con el objetivo de construir tejido comunitario e inclu-

sión social. El propósito era múltiple: resolver la falta de vivienda,

ofrecer un empleo y capacitar en un oficio. Para participar en

el proyecto había que renunciar al Plan Jefes y Jefas de Hogar

otorgado por el Gobierno Nacional, así como despojarse –y eso se

nos exigían a nosotros con justa razón– de la idea de profesional/

cliente, para asumir la de “compañeros”, es decir de pares en un

emprendimiento común.

Muchos de los integrantes del grupo nunca habían tenido un tra-

bajo fijo y -desacostumbrados a labores cotidianas- se enferma-

ban por el esfuerzo físico. Despreocupados por generar plusvalía,

bastaba con un menú específico con suficientes proteínas para

restituir el cuerpo (y el alma) y prepararlo para los trabajos en la

obra. En la cocina estaban las mujeres, pero no era su único lugar

de trabajo. El 25% de los casi 400 trabajadores que empleaba la

Constructora que armaron para levantar las 326 viviendas proyec-

tadas, eran mujeres. No estaban allí para ser tratadas de un modo

especial ni para ejecutar tareas livianas. Se las veía cargando

bolsas a la par de los hombres, aunque sobresalían en tareas que

demandaban prolijidad y atención por el detalle.

El lugar elegido era (y una vez más la latitud se expresaba como

símbolo) el sur. El barrio de Parque Patricios no era muy diferente

de otras zonas fabriles de la ciudad de Buenos Aires y el conur-

bano, en los que los ’90 obligaron a muchas fábricas a bajar sus

persianas definitivamente. Sus galpones vacíos o convertidos en

depósitos revelaron un área urbana subocupada. Contaba y cuen-

ta con infraestructura de servicios y conectividad suficientes para

ser densificada y con ello postularse como una alternativa más

que válida para frenar el derrame urbano del área metropolitana.

Y lo que es más importante: contaba también con el atributo de

acercar a esa población distante y marginal a las fuentes de traba-

jo del “Centro” (paradójicamente, muchas de las fábricas abando-

nadas se usaban como depósitos de empresas de transporte).

Todo el proceso llevó casi 5 años, la obra 3. El aprendizaje para

todos los que participamos de esta experiencia fue cotidiano y

el resultado bueno en un sentido amplio, lo que fue respaldado

por opiniones favorables en muchos ámbitos, inclusive en el

profesional. Sin dudas, el saldo positivo fueron los 326 hogares

entregados para otras tantas familias, la incorporación al trabajo

formal de muchas personas y la inclusión a un hábitat digno de

cientos de argentinos. Lo penoso es que, a pesar de los buenos

resultados, esta experiencia de autogestión inclusiva no fue

sostenida en el tiempo ni replicada como metodología de escala

para crear hábitat saludable.

Tiempo después me incorporé al IHU (Instituto de Hábitat Urba-

no) del CPAU, lugar en el que continué, junto a un grupo de va-

liosos colegas, con mis reflexiones sobre las deudas sociales que

subsisten y las acciones que se llevan adelante para saldarlas. Les

confieso que el camino recorrido en el que pretendía un balance

alentador con un horizonte (utópico, tal vez) de inclusión social

en un hábitat urbano saludable para todos, frecuentemente me

sitúa como un pesimista en el sentido que le da Gramsci y me

recordaba una reciente lectura: “el pesimismo es un asunto de la

inteligencia y el optimismo, de la voluntad”.

No deja de inquietarme que la suma de esfuerzos que se realizan,

todavía no representan resultantes de signo positivo (pensado

como en un sistema de fuerzas opuestas, en el que ganan las

acciones de reparación sobre las necesidades insatisfechas) que

tranquilicen nuestras conciencias de ciudadanos privilegiados.

Qué hacer sigue siendo, sin embargo, la pregunta de miles de

almas sensibles que no se resignan a convivir con la pobreza

extrema y a tolerar las asimetrías sociales de nuestro continente.

Tal vez sea la pregunta que propone el camino de los sueños (y

de los pesimistas).

Arq. Juan Pfeiffer