

ABRIL 2013
37
biera uno de agradecimientos lo firmaría sin pensar. / Existe. Cuesta
setenta centavos cada renglón que escriba.
Ante tanto argumento, el monto le pareció casi justo, así que
pagó y se despidió. Tener una cabina de peaje en su puerta no era
lo que más le agradaba pero hacía varios años que todas las casas
de la ciudad tenían una. Al menos, le agradecía a la concesionaria
que le brindara un rostro a quien odiar, una voz, una persona de
carne y hueso y órganos, no como los impersonales contestadores
de tantas compañías.
Las cuatro cuadras que lo separaban de la parada de colectivos
eran siempre las mismas, aunque las alternaba de acuerdo a su
humor o al dinero que llevaba encima. En el día de los sobres el
camino lo dictaba su billetera y las calles de adoquines, libres de
impuestos por su decadente estado, eran la mejor opción.
Así cruzó, como esos días, por los irregulares niveles solitarios de
esas aceras exentas de peajes y señoritas con tacos. Todavía era
más económico pagar un pase que comprarse un zapato nuevo.
Sobre la última de estas dos cuadras, la que más indignamente
había resistido al tiempo, se apreciaba algo distinto. No era una
reparación, ni un farol, ni un banco. La novedad emergente entre
tanto pasado era un cartel donde podía leerse:
“Paseo de la Memoria. Disfrute su excursión. Secretaría de ambien-
tes pintorescos”.
Con la billetera triste, pero el alma alegre ante el goce que el paseo
le había brindado se resignó a pagar, nuevamente.
Los estrechos pasadizos de sus últimas dos cuadras de recorrido le
daban la sensación que fueran cuatro o cinco, o más.
Las aceras ya no eran en las que su abuelo corría carreras de bici-
cletas, tampoco en las que su padre jugaba desordenados partidos
de fútbol. El municipio había vendido a los frentistas una porción
del espacio público para que amplíen sus espacios privados. Al día
de hoy, tristemente se podría hacer un pan y queso y salir a buscar
una cancha de fútbol 5 de alquiler para jugar el partido con el
equipo ya formado. La situación le daba el triste consuelo de tener
una historia que contarle a su hijo, sobre cómo elegía compañeros
por las veredas antes que éstas se volvieran totalmente privadas y
desaparecieran.
“¿Ves? Acá papá hacía pan y queso cuando tenía tu
edad. Acá, donde el vecino puso su estudio”.
El cielo que amenazaba oscuro le dio el tiempo necesario para
llegar a la parada. Dos minutos más de melancolía le hubieran
provocado un chapuzón seguro. Ya a salvo de los factores natu-
rales, solo quedaba esperar que el 138 se dignara a ser justo con
su horario. La mirada fija, a lo que alguna vez fue un horizonte, se
interrumpió por una voz que lo llamaba.
Son tres pesos. / ¿Qué? / La estadía, son tres pesos. Usted está pro-
tegido de la lluvia, del sol, tiene un asiento, ¿le parece que es gratis
tanta comodidad?” / Si es una parada de colectivos, ¡pública! / Ya no.
Compré los derechos de explotación al municipio y tengo que comer,
no puedo hacer beneficencia.
En ese momento las primeras gotas fuertes empezaron a caer, el
cielo parecía advertirle que era mejor el pago antes que la rebeldía.
A pesar de ello, dio un paso al costado, se apartó del ala protectora
del sistema y con cara de feliz resignación apuntó la vista al cielo.
El agua lo mojaba, prácticamente lo inundaba, pero era suya y era
de todos.
El agua mojaba sin distinciones, sin peajes ni licitaciones, y por
fin sintió algo parecido a la libertad, algo que todavía no se había
perdido en el camino.
Mientras, de fondo, una voz gritaba:
“¡Paraguas!!. ¡¡Vendo para-
guas!! ¡¡Diez pesos los paraguas!!”.
Fotografía: Déborah Almonacid -
El corazón de las tinieblas