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ABRIL 2013

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biera uno de agradecimientos lo firmaría sin pensar. / Existe. Cuesta

setenta centavos cada renglón que escriba.

Ante tanto argumento, el monto le pareció casi justo, así que

pagó y se despidió. Tener una cabina de peaje en su puerta no era

lo que más le agradaba pero hacía varios años que todas las casas

de la ciudad tenían una. Al menos, le agradecía a la concesionaria

que le brindara un rostro a quien odiar, una voz, una persona de

carne y hueso y órganos, no como los impersonales contestadores

de tantas compañías.

Las cuatro cuadras que lo separaban de la parada de colectivos

eran siempre las mismas, aunque las alternaba de acuerdo a su

humor o al dinero que llevaba encima. En el día de los sobres el

camino lo dictaba su billetera y las calles de adoquines, libres de

impuestos por su decadente estado, eran la mejor opción.

Así cruzó, como esos días, por los irregulares niveles solitarios de

esas aceras exentas de peajes y señoritas con tacos. Todavía era

más económico pagar un pase que comprarse un zapato nuevo.

Sobre la última de estas dos cuadras, la que más indignamente

había resistido al tiempo, se apreciaba algo distinto. No era una

reparación, ni un farol, ni un banco. La novedad emergente entre

tanto pasado era un cartel donde podía leerse:

“Paseo de la Memoria. Disfrute su excursión. Secretaría de ambien-

tes pintorescos”.

Con la billetera triste, pero el alma alegre ante el goce que el paseo

le había brindado se resignó a pagar, nuevamente.

Los estrechos pasadizos de sus últimas dos cuadras de recorrido le

daban la sensación que fueran cuatro o cinco, o más.

Las aceras ya no eran en las que su abuelo corría carreras de bici-

cletas, tampoco en las que su padre jugaba desordenados partidos

de fútbol. El municipio había vendido a los frentistas una porción

del espacio público para que amplíen sus espacios privados. Al día

de hoy, tristemente se podría hacer un pan y queso y salir a buscar

una cancha de fútbol 5 de alquiler para jugar el partido con el

equipo ya formado. La situación le daba el triste consuelo de tener

una historia que contarle a su hijo, sobre cómo elegía compañeros

por las veredas antes que éstas se volvieran totalmente privadas y

desaparecieran.

“¿Ves? Acá papá hacía pan y queso cuando tenía tu

edad. Acá, donde el vecino puso su estudio”.

El cielo que amenazaba oscuro le dio el tiempo necesario para

llegar a la parada. Dos minutos más de melancolía le hubieran

provocado un chapuzón seguro. Ya a salvo de los factores natu-

rales, solo quedaba esperar que el 138 se dignara a ser justo con

su horario. La mirada fija, a lo que alguna vez fue un horizonte, se

interrumpió por una voz que lo llamaba.

Son tres pesos. / ¿Qué? / La estadía, son tres pesos. Usted está pro-

tegido de la lluvia, del sol, tiene un asiento, ¿le parece que es gratis

tanta comodidad?” / Si es una parada de colectivos, ¡pública! / Ya no.

Compré los derechos de explotación al municipio y tengo que comer,

no puedo hacer beneficencia.

En ese momento las primeras gotas fuertes empezaron a caer, el

cielo parecía advertirle que era mejor el pago antes que la rebeldía.

A pesar de ello, dio un paso al costado, se apartó del ala protectora

del sistema y con cara de feliz resignación apuntó la vista al cielo.

El agua lo mojaba, prácticamente lo inundaba, pero era suya y era

de todos.

El agua mojaba sin distinciones, sin peajes ni licitaciones, y por

fin sintió algo parecido a la libertad, algo que todavía no se había

perdido en el camino.

Mientras, de fondo, una voz gritaba:

“¡Paraguas!!. ¡¡Vendo para-

guas!! ¡¡Diez pesos los paraguas!!”.

Fotografía: Déborah Almonacid -

El corazón de las tinieblas